Agustin Biani

Juan Agustín Biani

Netflix estrenó a fines de diciembre pasado la cuarta temporada de la serie centrada en los peligros de la tecnología hacia la sociedad; dos meses después ya confirmó la renovación para una quinta temporada. La serie explota fobias y obsesiones modernas: la conexión ubicua (“Nosedive”), la sociedad del espectáculo (“The National Anathem”), la incipiente inteligencia artificial (“Metalhead”).

La ficción de Charlie Brooker capitaliza estas ansiedades que, salvo contadas excepciones, no son narradas omniscientemente. El espectador difícilmente descubre quién engendró tal tecnología, quién la conceptualizó y su propósito original: somos meramente testigos de una sociedad cambiada, ya moldeada por el uso de la tecnología desarrollada.

Uno de los grandes temas que atraviesan la serie es el de la identidad. La identidad, tradicionalmente representada por las máscaras de teatro, tiene su correlato en la lengua latina: pensona significa máscara. La idea que uno construye quién es frente a los otros tiene una larga tradición en Occidente; la novedosa idea de que ese ser puede estar fragmentado, ser susceptible de deseos contrarios e incluso de deseos inconscientes, fue inaugurada por Sigmund Freud al nacer el siglo XX.

El primer capítulo de la segunda temporada, “Be right back”, podría ser prologado por cualquier texto de Pessoa. Fernando Pessoa, escritor portugués, en lugar utilizar de distintos pseudónimos para enmascarar a su persona creó distintos heterónimos, personajes con su propia biografía, estilo, inquietudes, ambiciones, y cada uno de ellos con su obra distintiva. En este capítulo una joven mujer pierde a su pareja y en su prolongado duelo, una amiga recomienda una aplicación que, basándose en todas las interacciones de redes sociales, reemplaza en forma de diálogo a la pareja fallecida. Los recuerdos que esta persona virtual posee, que no es sino un programa, son todos aquellos de las redes sociales; sus vergüenzas, sus triunfos, sus carcajadas, todo lo que ha sido enmarcado en la nube es parte de su personalidad. La mujer trueca el duelo por dependencia y, cuando la tecnología lo permite, adquiere un androide a imagen y semejanza de su difunta pareja. El muerto ha sido reemplazado por una réplica que imite casi a la perfección su personalidad, su apariencia, sus manierismos. La historia transita la decepción de la mujer con este reemplazo, cuando descubre a la entidad incapaces de emociones y acciones más primitivas de las que está programado para dar: rechazo, indignación, supervivencia, cambio.

A la pregunta sobre la identidad, “Be right back” responde: casi todo lo que somos puede replicarse. La mayor pesadilla no es que esto pueda hacerse, sino que todo lo que somos esté etiquetado, subido, comentado y gustado en alguna red social.

Ese es exactamente el mismo tema de “Nosedive”, un episodio donde la civilización entera se evalúa de 1 a 5 estrellas en cada iteración social. Lo que parece una mundo paradisíaco de colores pastel, no es sino un mundo de sonrisas forzadas, disgustos disfrazados, vínculos calculados por un gestor y una clasificación a través de las redes sociales. El nuevo capital es el like. Los individuos de esta sociedad, ya descrita en 1967 por Guy Debord, no quieren ser, no ambicionan tener, aspiran enteramente a parecer. Cada persona es lo que llega a aparentar; su triunfo es la aprobación de los demás. No hay espacio para exabruptos, la honestidad es un insulto y estar en desacuerdo a la masa es un acto de traición.

Pero no hay mayor artificialidad que creer ciegamente en la objetividad. Si en “Nosedive” las personas viven en un juego de apariencias, en “The entire history of you” viven subyugados por la historia concreta. Este último episodio, el tercero de la primera temporada, muestra una sociedad donde casi todos sus ciudadanos tienen un pequeño implante que permite grabar en vivo todo lo visto y oído, así como la capacidad de reproducirlo en otro implante parecido a lentes oculares e incluso la capacidad de compartirlo. Esta invención hace a los hombres presa del pasado e iguales víctimas de la aparente perfección: amantes se entregan uno a otro reviviendo mejores episodios de sexo, o incluso con otros amantes, turistas se autoflagelan por el recuerdo perenne de un detalle fuera de lugar, una entrevista de trabajo o una discusión de pareja se convierte en una tortura cien veces escrutada.

La idea es que uno es lo que ha vivido, y más específicamente, lo que ha hecho. Cualquier tecnología que muestre en alta definición lo que hemos hecho nos da la idea de mostrarnos nuestra persona más reciente, difumina así la posibilidad de máscara. Así vemos a los demás, como cuerpos a los demás, y sobre quienes construimos intenciones y valoraciones; y así entonces nos vemos en el universo ficcional de este capítulo. La interioridad se desvanece en un video perpetuo que recuerda lo que hemos hecho; lo que los otros han hecho se convierte también en un presente imborrable. (La capacidad de borrar recuerdos existe en este capítulo, pero quien se martiriza años después buscando imágenes en Facebook de sus exparejas, siguiendo en Instagram a aquella persona incorrespondida, ¿será capaz de borrar la nítida experiencia de la propia mente?)

La sugerencia también viene esta vez de la filosofía, en un libro que escribió Friedrich Nietzsche en 1864: Sobre la utilidad y prejuicios de la historia para la vida. El filósofo alemán escribió, siglo y medio antes que inmortalicemos almuerzos, eternicemos vacaciones anodinas y perpetuemos fiestas intrascendentes: “Toda acción requiere olvido: como la vida de todo ser orgánico requiere no solo luz sino también oscuridad. Un hombre que quisiera constantemente sentir tan solo de modo histórico sería semejante al que se viera obligado a prescindir del sueño o al animal que hubiera de vivir solamente de rumiar y siempre repetido rumiar. Es, pues, posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin recordar, como vemos en el animal; pero es del todo imposible poder vivir sin olvidar. O para expresarme sobre mi tema de un modo más sencillo: existe un grado de insomnio, de rumiar, de sentido histórico, en el que lo vivo se resiente y, finalmente, sucumbe, ya se trate de un individuo, de un pueblo, o de una cultura”. El autor del capítulo y el filósofo concuerdan en el diagnóstico: toda sociedad y todo individuo presionado por los marcos de lo que ha hecho está condenado a colapsar.